Diapositivas de la Catequesis sobre el Evangelio de San Mateo Diapositivas y notas de la Catequesis sobre el Evangelio de San Mateo Catequesis completa
El 28 de octubre de 1965, los obispos reunidos en el Concilio Vaticano II promulgaron tres decretos y dos declaraciones. En cuanto a estas últimas se trata de la Gravissimum educationis, sobre la educación, y Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con otras religiones no cristianas. Los decretos son referentes a tres grandes ministerios de la iglesia: para la misión pastoral de los obispos el Christus Dominus, para la formación sacerdotal el Optatam Totius y para la renovación de la vida religiosa el Perfectae caritatis.
Fecha original de la publicación: 20 de octubre de 2020
San Andrés Bessette (1845-1937) fue un religioso canadiense de la Congregación de la Santa Cruz que fundó el oratorio de San José. Nació el 9 de agosto de 1945 en la zona de Quebec. Huérfano a los doce años de edad, trabaja en diferentes lugares y oficios hasta que el párroco, viendo su devoción decidió presentarlo a la Congregación de la Santa Cruz donde fue aceptado en 1872.
Erige una pequeña capilla para custodiar una imagen milagrosa de San José que había traída de Francia por los primeros hermanos de la Congregación. Cada vez más, los novicios y otros fieles comenzaron a llegar en peregrinación movidos por los milagros atribuidos a la imagen de San José y de André Bessette. Movido por una espiritualidad importada de Francia, André ungía a los enfermos con el aceite de la lámpara de San José. Se la atribuyen numerosísimos milagros en durante su vida.
Falleció el 6 de enero de 1937. Fue beatificado por San Juan Pablo II el 23 de mayo de 1982 en Roma. También allí Benedicto XVI presidió la canonización el 17 de octubre de 2010.
El 16 de octubre de 1978, era elegido como sucesor de Juan Pablo I (Albino Luciani) el cardenal Karol Wojtyla, que tomo el nombre de sus predecesores Juan Pablo II. Su palabras desde el balcón de la logia de la Basílica de San Pedro del Vaticano expresaron que la lejanía de Polonia, si tierra, se volvía cercanía en la fe y en la tradición cristiana para quienes son católicos.
🖼️ Raúl Berzosa, San Juan Pablo II. Detalle del techo del Oratorio de Santa María Reina (Málaga 2014). 📷pinterest.es
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Artículo publicado en el periódico La Opinión- El Correo de Zamora el 8 de octubre de 2023
“La viña del Señor es la casa de Israel” (Is 5,7a).
Ahí está la viña del Señor. Está esperando con júbilo a ser trabajada por los jornaleros que Dios llama -como escuchábamos el pasado domingo- en los momentos más variados de la historia (y de la historia de cada cual) y prometiendo a todos la misma recompensa: el denario de la vida eterna. Pero también la viña espera temblorosa las manos de algunos trabajadores que -como dice el evangelio de hoy- quieren erigirse en dueños matando al Hijo. Ya en cierta ocasión se lamentaba Benedicto XVI de algunos desmanes existentes en la viña del Señor con las palabras del Salmo: ‘¿Por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes, la pisoteen los jabalíes y se la coman las alimañas?’. Desde que el pecado entró en la creación dejó de existir ese paraíso sin límites para los hombres. Dios tuvo que cerrarles el paso de los hombres al árbol de la vida; y el pueblo de Israel y después la Iglesia se identificaron con la imagen de una viña, que como tal, tiene límites. Está segregada de todo lo que está a su alrededor para poder tener una clara identidad: ser propiedad del Señor. Ese es su límite y la razón de ser en el mundo. Todos estamos llamados a trabajar en la viña para ganar nuestro denario. Pero la llamada al trabajo de la viña del Señor requiere ciertas actitudes. A la respuesta a esta llamada, adaptándonos a las exigencias que ponga el dueño y señor de la viña, lo llamamos en la Iglesia conversión. Un obispo español durante la JMJ matizó muy acertadamente las palabras del Papa: todos caben en la Iglesia, pero no todas las actitudes, ni todas las acciones. Es necesaria la conversión. En la parábola, después de haber matado a los emisarios del señor de la viña, los viñadores matan también al hijo del dueño para quedarse como propietarios, representa la historia de la salvación: después de enviar a los profetas y ser ejecutados por el pueblo de Israel, viña y propiedad de Dios, éste envía al Hijo que correrá la misma suerte. Por su lado, el destino final de los viñadores homicidas es ser sustituidos por otros que sí entreguen los frutos al Señor. Esta parábola leída desde la entrega de Cristo en la cruz para nuestra salvación nos debe hacer pensar: la expulsión de los viñadores no es la venganza por la muerte de los criados y del Hijo que Dios podría haber perdonado, sino la respuesta a las actitudes persistentes que no caben en la viña, precisamente por ser propiedad del Señor. ¿Qué mejor manera de evitar la conversión que derribar la cerca de la viña? Sin cerca no hay límite, y sin éste fácilmente se pueden confundir las actitudes y la propiedad.
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Ahí está la viña del Señor. Está esperando con júbilo a ser trabajada por los jornaleros que Dios llama -como escuchábamos el pasado domingo- en los momentos más variados de la historia (y de la historia de cada cual) y prometiendo a todos la misma recompensa: el denario de la vida eterna.
Pero también la viña espera temblorosa las manos de algunos trabajadores que -como dice el evangelio de hoy- quieren erigirse en dueños matando al Hijo. Ya en cierta ocasión se lamentaba Benedicto XVI de algunos desmanes existentes en la viña del Señor con las palabras del Salmo: ‘¿Por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes, la pisoteen los jabalíes y se la coman las alimañas?’.
Desde que el pecado entró en la creación dejó de existir ese paraíso sin límites para los hombres. Dios tuvo que cerrar el paso de los hombres al árbol de la vida; y el pueblo de Israel -y después la Iglesia- se identificó con una viña, y como tal, tiene límites. Está segregada de todo lo que está a su alrededor para poder tener una clara identidad: ser propiedad del Señor. Ese es su límite y la razón de ser en el mundo.
Todos estamos llamados a trabajar en la viña para ganar nuestro denario. Pero la llamada al trabajo de la viña del Señor requiere ciertas actitudes. A la respuesta de la llamada, adaptándonos a las exigencias que ponga el dueño y señor de la viña, lo llamamos en la Iglesia conversión. Un obispo español durante la JMJ matizó muy acertadamente las palabras del Papa: todos caben en la Iglesia, pero no todas las actitudes, ni todas las acciones. Es necesaria la conversión.
En la parábola, después de haber matado a los emisarios del señor de la viña, los viñadores matan al propio hijo para quedarse como propietarios, representa la historia de la salvación: después de enviar a los profetas y ser ejecutados por el pueblo de Israel, viña y propiedad de Dios, envía al Hijo que correrá la misma suerte. Por su lado, el destino final de los viñadores homicidas es ser sustituidos por otros que sí entreguen los frutos al Señor.
Esta parábola leída desde la entrega de Cristo en la cruz para nuestra salvación nos debe hacer pensar: la expulsión de los viñadores no es la venganza por la muerte de los criados y del Hijo, sino la respuesta a las actitudes que no caben en la viña, por ser propiedad del Señor. ¿Qué mejor manera de evitar la conversión que derribar la cerca de la viña? Sin cerca no hay límite, y sin éste fácilmente se pueden confundir las actitudes y la propiedad.
“La viña del Señor es la casa de Israel” (Is 5,7a).
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