En el año 546 la provincia tarraconense reunión sus obispos para la celebración de un concilio en la iglesia de Santa Eulalia de Lérida. Preside el Concilio Sergio, arzobispo de Tarragona, y asisten a él: Justo, obispo de Seo de Urgel; Caroncio, de Ampurias; Juan, de Zaragoza; Paterno, de Barcelona; Maurilio, de Egara; Tauro, de Tortosa; Februario, de Lérida, y Grato, presbítero, en representación de Estafilio, de Gerona.
Entre otros asuntos, establecen la penitencia de aquellos que han procurado el aborto o han dado muerte a sus hijos. Aquí el canon:
Aquellos que procuran la muerte de sus hijos concebidos en pecado y nacidos del adulterio o tratan de darles muerte en el seno materno por medio de algún medicamento abortivo, a tales adúlteros -de uno y otro sexo- se les ha de dar la comunión solamente pasados siete años, a condición de que toda su vida insistan especialmente en la humildad y en las lágrimas de contricción. Pero estos no podrán volver a ayudar al altar, aunque se podría volver a admitírseles en el coro a partir del día en que fueron nuevamente reintegrados a la comunión. A los envenenadores, solamente se les dará la comunión al final de la vida y eso si durante todos los días de su vida han llorado los crímenes pasados.
Los hijos nacidos o concebidos fruto del pecado y del adulterio son una gran deshonra. El texto al referirse a ellos da por supuesto que respeto de los nacidos dentro de la unión conyugal no habría motivo para deshacerse de ellos. Equipara, además, a los nacidos con los no nacidos: para ambos casos impone una misma pena canónica.
La excomunión es la privación de la vida sacramental y comunitaria, no sólo como un castigo por un acto cometido, sino como una llamada a la conversión de los pecados, por los que se establece una penitencia para volver a la comunión porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. En el caso del Concilio de Lérida establece dos penitencias: siete años para volver a recibir la comunión y reintegrarse al coro en el caso de los progenitores del niño; toda la vida para quien ejecutó el crimen. En este segundo caso podemos apreciar la gravedad del crimen y, sin embargo, la misericordia de Dios. La gravedad que lleva a imponer la penitencia de estar excluido de la comunión durante toda la vida; la misericordia de poder participar al final de la vida de la comunión como preparación a la salvación: Dios, y por ello, la Iglesia no buscan la condenación de nadie, sino su conversión. Parafraseando a San Pablo podríamos decir que: así como de grande es el pecado, lo es penitencia, y donde abundó el pecado y su penitencia sobreabundará la gracia.