Cruz, arqueología y santidad: Santa Elena de Constantinopla

Constantino y Elena

Hoy, según el calendario romano, la Iglesia recuerda a Santa Elena, madre del Emperador Constantino. Las iglesias orientales la recuerdan junto a su hijo el 21 de mayo. A pesar de pertenecer a una familia humilde llega a ser esposa del tetrarca Constancio Floro. Se divorcia de ella cuando necesita por motivos de estado contraer otro matrimonio. Su hijo Constantino la hará volver a la corte. Elena de Constantinopla destaca por su la búsqueda de los lugares santos mandando hacer excavaciones para encontrar la verdadera cruz de Cristo, hecho que se celebrará a partir de entonces el 3 de mayo, fiesta de la Invención de la Santa Cruz. Este hecho -las excavaciones- la han hecho patrona de los arqueólogos.

Eusebio de Cesarea, en la obra dedicada a Constantino, hace referencia a su vida de piedad y entrega a Dios:

«La madre del emperador ensalzó con edificaciones sublimes el recuerdo del  ascenso a los cielos del Salvador del universo, sobre el monte de los Olivos, erigiendo arriba en la cumbre, junto a la misma cima del monte, el sacro recinto de  una iglesia. También allí fundó un oratorio en honor del Salvador que en ese lugar  se detuvo, toda vez que un relato fidedigno sostiene que en ese lugar, en la  misma cueva del Salvador del universo, inició a sus discípulos en los arcanos misterios. Igualmente enalteció el emperador ahí mismo al rey universal con  toda suerte de acicaladas ofrendas. 
Ahí están, pues, las dos venerables y magníficas iglesias, dignas de perpetua memoria, que la augusta Helena, madre religiosísima de un religiosísimo emperador, fundó como testimonio de su reverente sentimiento, en honor de Dios su salvador, sobre las dos místicas cuevas, cooperando su hijo con el subsidio de su poder imperial. No tardó la anciana en recoger su merecido fruto: una vez recorrido con felicidad colmada todo el arco de su vida «hasta el umbral mismo de la vejez» , después de haber repartido de palabra y obra las bien floridas simientes de los preceptos redentores, y después, cuando ya había consumado una vida así, en sosiego e indolora, disponiendo todavía de todo el vigor del cuerpo y del alma, halló, por todo esto, un final digno de su piedad, y la recompensa justa, incluso en el mismo decurso de su vida. Porque, efectivamente, al tiempo que recorría todo el Oriente con el boato de la autoridad imperial, mil dones repartió a los habitantes de cada ciudad en su conjunto, o individualmente a todo el que se le acercaba; mil dones distribuyó con liberal mano a los contingentes militares; incontable es cuanto dio a los pobres, desnudos y abandonados, a unos haciendo entrega de cantidades de dinero, a otros proveyendo abundantemente para el abrigo de sus cuerpos; libertó a no pocos oprimidos por los padecimientos de las cárceles y de las minas, rescató a otros sometidos al abuso de la prepotencia, y hubo quien fue traído del destierro. En posesión de una gran nombradía por tales obras, no descuidó por ello la otra piedad, la que se debe a Dios: dejábase ver por todos yendo asiduamente a la iglesia, y ornaba con espléndidos objetos las casas de oración, sin jamás pasar por alto los templos de las ciudades más pequeñas. En suma, podía verse a aquella dama admirable mezclarse con la multitud en grave y severa indumentaria, y hacer patente su fe en Dios mediante cualquier acción piadosa a su alcance. 
Cuando, tras haber llenado un espacio de vida bastante largo, fue llamada a una mejor suerte, a la edad aproximadamente de ochenta años, estando ya  justo al límite, otorgó su última voluntad declarando por testamento herederos a  su hijo unigénito, único emperador y señor del universo, así como a los césares, hijos de éste y nietos suyos, distribuyendo entre cada uno de ellos las propiedades personales que poseía repartidas por todo el imperio. No bien hubo testado de  esta manera, clausuró el final de su vida, estando presente y a su lado el noble hijo que la asistía y la cogía de las manos; de modo que, si bien se piensa, a uno podía razonablemente parecer que aquella tres veces bienaventurada no murió, antes bien experimentó en toda la acepción del término el cambio y la transmigración de la vida terrenal a la celeste. Pues es lo cierto que los elementos primigenios de su alma veníanse a transformar en la esencia incorruptible y angélica, y era acogida por su Salvador».

Eusebio de Cesarea, Vita Constantini, III. 43-47. Traducción tomada de: Martín Gurruchaga (tr.), Eusebio de Cesarea. Vida de Constantino, Ed. Gredos (Madrid 2010).

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