El 18 de junio de 1967, el Papa Pablo VI firma el documento por el que se restaura el ministerio del diaconado permanente. Un ministerio de origen apostólico vinculado al servicio de los obispos en las tareas de la caridad, la predicación y la iniciación cristiana.
ESTRACTO DE LA CARTA APOSTÓLICA DADA MOTU PROPRIO
SACRUM DIACONATUS ORDINEM
–Documento completo–
Desde los primeros días de los Apóstoles, la Iglesia Católica ha tenido en gran veneración el orden sagrado del diaconado, como lo atestigua el mismo Apóstol de los gentiles. Expresamente envía su saludo a los diáconos junto con los obispos e instruye a Timoteo (cf. Flp 1,1) qué virtudes y cualidades deben buscarse en ellos para que sean considerados dignos de su ministerio (cf. 1 Tim 3,8-13).
Además, el Concilio Ecuménico Vaticano II, siguiendo esta antiquísima tradición, hizo mención honrosa del diaconado en la Constitución que comienza con las palabras «Lumen Gentium», donde, después de ocuparse de los obispos y de los presbíteros, elogió también la tercera rango de las órdenes sagradas, explicando su dignidad y enumerando sus funciones.
En efecto, reconociendo claramente, por un lado, que «estas funciones muy necesarias a la vida de la Iglesia, en la actual disciplina de la Iglesia latina, podrían desempeñarse con dificultad en muchas regiones», y, por otro lado, deseando hacer más adecuado disposición en un asunto de tanta importancia decretó sabiamente que «el diaconado en el futuro podría ser restaurado como un rango particular y permanente de la jerarquía» (cf. AAS 57 [1965] 36).
Aunque algunas funciones de los diáconos, especialmente en los países de misión, se acostumbran a confiar a los laicos, sin embargo, es «beneficioso que aquellos que desempeñan un ministerio verdaderamente diaconal sean fortalecidos por la imposición de manos, una tradición que se remonta a los Apóstoles». , y estar más íntimamente unidos al altar, a fin de que ejerzan más eficazmente su ministerio por la gracia sacramental del diaconado» (cf. Ad Gentes 16). Ciertamente así se manifestará con la mayor claridad la peculiaridad de este orden. No debe considerarse como un mero paso hacia el sacerdocio, sino que está tan adornado con su propio carácter indeleble y su propia gracia especial para que aquellos que son llamados a él «puedan servir permanentemente a los misterios de Cristo y de la Iglesia» (AAS 57 [1965] 46).
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