Bonifatia Brügge, «Mirabiliter condidisti, mirabilus reformasti. El Hombre en la creación y en la nueva creación» en: Benedictinas de Herstelle, Nuestra Pascua (Madrid 1962), 183-185.
Cuando con su consumatum est (Juan 19, 30), exhaló en la cruz su último aliento, se repitió lo que había sucedido al principio: Dios inspiró el «aliento de vida» (Génesis 2, 7) en el rostro muerto de la humanidad, y ése se tornó vivo y hermoso como en los orígenes primeros. «Verdaderamente, el tiempo del rejuvenecimiento estaba ya a la puerta o, mejor dicho, dentro de la puerta», cuando «después de la resurrección de entre los muertos»1, Cristo comunicó a sus discípulos con el mismo aliento divino, su vida de resucitado y les dijo: «Recibid el Pneuma Santo. A quienes perdonareis los pecados, les son perdonados» (Juan 20, 22ss). El aliento del Señor resucitado destierra la muerte y el pecado, que engendra la muerte. Y donde no hay pecado se abre de nuevo el paraíso. «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23, 43), promete en la cruz el Salvador moribundo al ladrón arrepentido. Ningún querubín cierra ya con espada de fuego la entrada del magnífico jardín de Dios. Nos envuelve de nuevo el perfume de flores que jamás se marchitan, y el árbol de la vida nos ofrece su delicioso fruto. ¿A nosotros? Sí, a todo nosotros, que hemos muerto y resucitado en Cristo, se nos ha abierto hoy, en la Pascua, el paraíso. Por eso la madre Iglesia, en su sabiduría, nos lee el grandioso relato del libro de la creación, no para que nos lamentemos por lo perdido, sino para que nos alegremos por lo recuperado. Hemos vuelto a encontrar el paraíso, no el del Adán terreno, que pasó, sino el del «Adán celeste» ( 1 Corintios 15, 49), que ya no podrá arrebatarnos la serpiente y en el que pudo entrar el buen ladrón. Se ha cumplido la profecía, En este nuevo paraíso vive también un hombre santo, y junto a él, una mujer santa: Cristo y la Iglesia.
1 Cf. Cirilo de Alejandría, In Jo 5, 2.