Domingo VII de tiempo ordinario (C)
“Sed misericordioso como vuestro Padre es misericordioso”
(Lc 6,36).
Corría el año 2015 cuando el Papa Francisco convocó el Jubileo de la Misericordia, un jubileo de carácter extraordinario, que profundizó en las obras de misericordia. Por aquel entonces, del coloquio-entrevista entre el Papa y el periodista Andrea Tornielli, se publicó el libro El nombre de Dios es misericordia. Un título sugerente, atractivo y para algunos —quizá desconocedores de la tradición bíblica— muy creativo. El catecismo recoge, entre los nombres de Dios, la alusión a la misericordia como uno de los nombres que Dios reveló a Moisés.
Al lector le vendrá a la mente la zarza que arde sin consumirse cuando hablamos del nombre de Dios revelado a Moisés. En aquel acontecimiento teofánico Dios dice a Moisés que si alguien pregunta quién le envía conteste: “‘Yo soy’ me envía” (Ex 3,14). Pero no es el único momento en que Dios revela su nombre a Moisés. Tras la liberación de la Israel de la esclavitud en Egipto, Moisés encamina al pueblo hacia el Sinaí donde recibirá las tablas de la ley. Es en este contexto donde Moisés pide al Señor que le muestre su gloria. Dios responde: “Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre del Señor” (Ex 33,19). Efectivamente cumplió con lo dicho y cuando pasó en su gloria reveló su nombre: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34,6). El nombre de Dios revela lo que él mismo es: misericordia.
El evangelio de Lucas, que hoy la Iglesia escucha, contiene este mandato: “Sed misericordioso como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Este mandato es el vértice de todas las recomendaciones que el evangelio hace para los discípulos del Señor, entre el que se encuentra una de las más difíciles máximas: “Amad a vuestros enemigos” (Lc 6,27). Quizá sea este el culmen de la misericordia: ‘bien decir’ a quien te ‘mal trata’. Recordemos el deseo de Cristo en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34); o la llamada del profeta a la conversión: “yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado se convierta y viva” (Ez 33,11). La misericordia cristiana es, por tanto, una súplica gozosa de toda clase de bienes, incluido el mayor bien de la conversión y la salvación, para quienes tienen como afición proferirnos el mal. Parafraseando a San Pablo podríamos decir que no solo llevamos en nuestros cuerpos las marcas de Jesús (cf. Gal 6,17), sino que debemos llevarlas a su estilo: “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (Sal 102,8).
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