“No estás lejos del Reino de Dios” (Mc 12,33).
Domingo XXXI de tiempo ordinario (B)
3 de noviembre de 2024
Nos admiramos en nuestras visitas a los monumentos o a los parajes naturales de aquellas cosas que sobresalen por su belleza o porque el arquitecto —bien el divino, bien el humano— ha querido que destaque sobre el conjunto. De entre todas las bóvedas que configuran el cierre de la catedral de nuestra Catedral, sobresale el cimborrio; sobre todos los acuiferos de Sanabria sobresale el gran lago. Ambos ejemplos vendrían a ser la punta de un iceberg y, por tanto, ambos son el objeto principal de la mirada comtemplativa y poética de los visitantes.
Esta mirada primeriza no suele acertar a entender que su belleza y grandiosidad no puede existir sin otros muchos elementos, a veces pequeños, en muchos casos poco vistosos, y siempre discretos que sostienen el cimborrio. Quién lo visita de forma turística, enfrascado en los carteles y las audioguías, acaso sacando una foto furtiva de recuerdo, tampoco sabe valorar la vida que se desarrolla bajo su cubierta. Algo similar ocurre con el lago que no puede entenderse sin los humildes regueros y los pequeños arroyos que se forman con el deshielo junto a la infinidad de manantiales que sostienen el verdor y grandeza del gran lago, centro de vida de múltiple flora y fauna.
Como estas aguas, el cimborrio no es un elemento aislado del conjunto de la catedral aunque sea su ónfalos: el lugar donde la vida litúrgica y cultural de la diócesis encuentra su ombligo —o al menos debería—.
El evangelio de este domingo nos brinda la oportunidad de una poética espiritual. El escriba pregunta, Jesús responde y el escriba asiente con una respuesta que manifiesta su admiración por lo que Jesús le pide: amar a Dios y al prójimo “vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Respuesta simple y certera. Pero como simple suele ser la mirada del turista. La respuesta se me antoja tan cierta como poética. Como ciertos son los detalles que describen el cimborrio y el Lago sin romper la poesía de la contemplación de su belleza.
Ante esta visión simple y poética cabe preguntarse, ¿qué entramado de acciones sostiene amar a Dios y al prójimo?; y más aún, ¿qué tipo de vida se cobija bajo este doble mandamiento? Y debemos hacernos estas preguntas porque no vaya a ser que la poética nos quite de vista la prosa, a veces adusta y áspera de la vida cotidiana. Mucho de lo que sostiene el amor a Dios y al prójimo tiene que ver con la cruz y el sacrificio; pero a cambio, mucho de la vida que se encierra bajo el amor a Dios y al prójimo, tiene que ver con la gloria de la resurrección a la que somos llamados.
Descubre más desde Liturgia con Espíritu
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.