“En casa, los discípulos volvieron a preguntarle lo mismo” (Mc 2,10).
Ya es parte del argot popular la frase de Groucho Marx “éstos son mis principios, si no le gustan, tengo otros”. Asistimos en la vida política, económica, y diría que incluso cultural y religiosa, a un desajuste de principios. Todos vemos como en la esfera pública “donde dije digo, digo Diego”, sin que aparentemente haya mayores consecuencias que algunas críticas de sectores que no actúan de forma muy diferente. Hablo claro está de la vida política de nuestro país, aunque podría hablar del seno de una familia, de una asociación vecinal e incluso de la vida cotidiana eclesial. Por desgracia esta liquidez en los cimientos de nuestros principios hace que el edificio de nuestra ética esté amenazando ruina.
La respuesta de Jesús en el evangelio de este domingo a la ley de acta de repudio que Moisés dio al pueblo de Israel —“al principio de la creación…”— nos ayuda a entender que no hay que confundir la misericordia con los principios. Moisés concede las actas de repudio como un acto de misericordia ante el dolor de ciertas situaciones matrimoniales, no como principio rector de la vida matrimonial. Misericordia y principios pueden ser los dos zapatos con los que caminar en la vida: los principios marcan el rumbo de la santidad a la que los cristianos estamos llamados; la misericordia nos ayuda a volver al camino cuando el pecado nos ha echado a la cuneta de la vida.
La Iglesia acoge a “todos, todos, todos” sus hijos, buscando la sanación y la salvación de todos los hombres a los que ha sido enviada; pero no hay que confundir esta acogida con aceptar “todos, todos, todos” los principios de quienes se acercan a nosotros. Al final, aceptarlo todo equivale a aceptar “cualquier” idea como principio rector de nuestra vida, incluido el pecado —que ya se maquillará de alguna pía misericordia—.
Estamos en un momento social y eclesial acuciante y asustante: la fe —y la moral que brota de ella— debe ser expuesta, vivida y celebrada en los parametros de esta nueva sociedad. Leemos en el relato evangélico como Jesús no se asusta de defender públicamente, y después de reiterar esa idea en la intimidad de los discípulos. En la Iglesia de la sinodalidad urge tanto escuchar lo que el otro tiene que decir, como tomar conciencia de que yo también tengo que ser testigo de los principios evangélicos. Y hacerlo al modo de Jesús: públicamente y en la intimidad de la vida cotidiana de nuestras iglesias.
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