8 de octubre de 2023
Ahí está la viña del Señor. Está esperando con júbilo a ser trabajada por los jornaleros que Dios llama -como escuchábamos el pasado domingo- en los momentos más variados de la historia (y de la historia de cada cual) y prometiendo a todos la misma recompensa: el denario de la vida eterna.
Pero también la viña espera temblorosa las manos de algunos trabajadores que -como dice el evangelio de hoy- quieren erigirse en dueños matando al Hijo. Ya en cierta ocasión se lamentaba Benedicto XVI de algunos desmanes existentes en la viña del Señor con las palabras del Salmo: ‘¿Por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes, la pisoteen los jabalíes y se la coman las alimañas?’.
Desde que el pecado entró en la creación dejó de existir ese paraíso sin límites para los hombres. Dios tuvo que cerrar el paso de los hombres al árbol de la vida; y el pueblo de Israel -y después la Iglesia- se identificó con una viña, y como tal, tiene límites. Está segregada de todo lo que está a su alrededor para poder tener una clara identidad: ser propiedad del Señor. Ese es su límite y la razón de ser en el mundo.
Todos estamos llamados a trabajar en la viña para ganar nuestro denario. Pero la llamada al trabajo de la viña del Señor requiere ciertas actitudes. A la respuesta de la llamada, adaptándonos a las exigencias que ponga el dueño y señor de la viña, lo llamamos en la Iglesia conversión. Un obispo español durante la JMJ matizó muy acertadamente las palabras del Papa: todos caben en la Iglesia, pero no todas las actitudes, ni todas las acciones. Es necesaria la conversión.
En la parábola, después de haber matado a los emisarios del señor de la viña, los viñadores matan al propio hijo para quedarse como propietarios, representa la historia de la salvación: después de enviar a los profetas y ser ejecutados por el pueblo de Israel, viña y propiedad de Dios, envía al Hijo que correrá la misma suerte. Por su lado, el destino final de los viñadores homicidas es ser sustituidos por otros que sí entreguen los frutos al Señor.
Esta parábola leída desde la entrega de Cristo en la cruz para nuestra salvación nos debe hacer pensar: la expulsión de los viñadores no es la venganza por la muerte de los criados y del Hijo, sino la respuesta a las actitudes que no caben en la viña, por ser propiedad del Señor. ¿Qué mejor manera de evitar la conversión que derribar la cerca de la viña? Sin cerca no hay límite, y sin éste fácilmente se pueden confundir las actitudes y la propiedad.
“La viña del Señor es la casa de Israel” (Is 5,7a).
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